Según la definición, que ha sido ampliamente aceptada, la dependencia es el resultado de la concurrencia de tres factores:
En primer lugar la existencia de una limitación física y/o psíquica que merma determinadas capacidades
de la persona
En segundo lugar, la incapacidad de la persona para realizar por sí misma las actividades de la
vida diaria y,
En tercer lugar; la necesidad de asistencia o cuidados por parte de un tercero.
Y no cabe duda que lo vehículos que nos trasportan a la dependencia son la edad, la discapacidad o el binomio edad/discapacidad.
La evidencia empírica disponible demuestra que existe una estrecha relación entre dependencia y envejecimiento, pues el porcentaje de personas con limitaciones en su capacidad funcional aumenta con la edad. Ese incremento no se produce a un ritmo constante, pues existe una edad sobre los 80 años que se acelera notablemente. No es extraño por ello que la dependencia se vea como un problema estrechamente vinculado al envejecimiento demográfico. En realidad la dependencia recorre toda la estructura de edades de la población y no puede circunscribirse al colectivo de las personas mayores aun cuando sean estas las que con más intensidad se ven afectadas. La dependencia puede aparecer en cualquier momento de la vida.
La dependencia puede también no aparecer y de hecho en muchos casos no aparece hasta que la persona alcanza una edad muy avanzada. Existen variables de tipo social, ambiental (además de los factores genéticos) que condicionan la aparición y el desarrollo de los desencadenantes de la dependencia en las que los individuos difieren entre sí. Esto quiere decir que es posible prevenir la dependencia promoviendo hábitos de vida saludable, mejorando la eficacia de los sistemas de atención de la salud y asegurando el tratamiento precoz de las enfermedades crónicas.
Las malformaciones congénitas, los accidentes (laborales, de tráfico, domésticos) las nuevas enfermedades invalidantes, y el propio concurso de la edad, son factores que contribuyen a hacer de la dependencia un problema social de primera magnitud.
Ciertamente el problema no es nuevo, sin embargo, el proceso acelerado de envejecimiento de nuestra población está dando una nueva dimensión al fenómeno de la dependencia, tanto cuantitativa como cualitativamente, al coincidir con cambios profundos en la estructura social de la familia y de la población cuidadora.
Existe una clara interrelación entre la salud y las situaciones de dependencia. En concreto, se tiene constancia de la eficacia de las intervenciones sanitarias en edades medianas de la vida para prevenir la aparición de la dependencia en edades más avanzadas, y se ha demostrado, así mismo, que la mejora de los hábitos de vida de la población contribuye significativamente a mejorar la esperanza de vida libre de dependencia.
Por otra parte, en los casos en que la dependencia ya está establecida, el cuidado de la salud es esencial par lograr una adecuada adaptación de la persona a su nueva situación y mejorar así su calidad de vida.
Sistemas de apoyo informal
La familia es la estructura protectora por excelencia de las personas con grave discapacidad y dependencias acusadas, dentro de la familia son las mujeres las que asumen la carga de atención a la persona en situación de dependencia, en mucha mayor medida que los hombres si bien éstos se están incorporando progresivamente a la práctica de la atención personal.
A pesar del papel protagonista de la familia en el cuidado personal prolongado de las personas mayores se ha abierto paso la idea ampliamente compartida de que la carga del mismo no debe recaer en exclusiva sobre la mujer y la familia en general, es decir, es necesario dignificar la figura de la persona que ejerce los cuidados, reconocer públicamente su dedicación y definir el apoyo que realiza como la propia expresión de la solidaridad.
Por tanto, la responsabilidad de la atención a las situaciones de dependencia debe ser compartida en todos sus términos con las Administraciones Públicas, los agentes sociales y la sociedad civil y, sobre todo, se debe evitar el sesgo del género de la persona que cuida. Se trata de reconocer la crisis del cuidador informal por los motivos y exigencias de las nuevas condiciones sociales que se sitúan sobre un cambio de valores, no sólo en el reconocimiento de la estructura familiar sino también en la asunción de las nuevas competencias laborales de la mujer.
En este proceso de cambio real, junto a la reestructuración del Estado de Bienestar, se abre un campo de incertidumbre en el papel protector de la familia y se redefine el rol de las instituciones y el de la propia agenda social, hacia unas nuevas formas y maneras de profesionalizar la atención de las personas, en éste caso de las que están afectadas por situaciones de dependencia.
Estos modelos funcionales y técnicos de complementariedad en el desarrollo de programas y actividades de cuidados personales prolongados, suponen un avance importante en términos de efectividad de las políticas protectoras de la dependencia. Sin embargo, estimamos que no alcanzarán su pleno desarrollo al no estar comprendidos en el marco coherente de un seguro público universal que proteja las diferentes situaciones de dependencia a lo largo de la estructura de edades.
Estamos, por tanto, ante una contingencia que afecta a las personas mayores como consecuencia del envejecimiento de la población y que también se presenta en las edades inferiores debido a las nuevas enfermedades y, sobre todo, a las dramáticas secuelas de los accidentes de tráfico. Su extensión e impacto está modificando las necesidades sociales y la estructura de la demanda social.
Ello requiere un nuevo marco protector universal y coherente, que integre la red de recursos existentes y que comprenda no sólo la cobertura de las necesidades de la persona en situación de dependencia, sino también las del cuidador/cuidadora.
Es un tópico bastante extendido la afirmación de la abnegada dedicación, del papel superior de la familia mediterránea en el cuidado de las personas en situación de dependencia, aunque el cuidado informal en nuestro país es muy superior al que se da en otros de nuestro entorno comunitario, pero no podemos negar que se están produciendo cambios en los valores y las condiciones laborales.
El perfil del cuidador informal, que se corresponde con un código dominante según el cual es un “deber” la realización de la ayuda que, además, debe ser asumida por la mujer, empieza a resquebrajarse.
En España, la necesidad de ayuda en las actividades básicas de la vida diaria está entre el 7- 10% de los mayores de 75 a 79 años y entre el 14 y el 22% en el grupo de más de 80 años.
El apoyo a la familia de la persona en situación de dependencia no debe ser el simple reconocimiento de su esfuerzo, sino la instauración de los servicios y prestaciones públicas, y en el peor de los casos, el complemento a los diferentes recursos informales. Dicha complementariedad de recursos supone varios niveles:
La existencia de prestaciones económicas y servicios que protejan las necesidades derivadas de la dependencia;
Una red suficiente de servicios comunitarios: centros de día, servicios de apoyo al hogar, estancias temporales, servicio de respiro o alivio familiar;
Protección jurídica de la persona en situación de dependencia para la protección de sus derechos en caso de pérdida de autonomía, así como protección de la carrera laboral y de seguro de la mujer trabajadora/cuidadora/ u hombre cuidador.